lunes, 28 de febrero de 2011

Quinta fecha (08/02/2011)

Para la quinta reunión de nuestro taller de literaturas peruanas retornamos al Manuscrito de Huarochirí, de cuya traducción realizada por José María Arguedas leímos los capítulos V y VI. Reproducimos el texto a continuación.



CAPITULO V


"Cómo antiguamente pareció Pariacaca en un cerro llamado Condorcoto

y lo que sucedió"


Desde este punto de nuestra narración ha de comenzar la historia de la aparición de Pariacaca

Ya, sí, en los cuatro capítulos anteriores, hemos contado la vida del mundo antiguo, pero no sabemos cómo apareció en esos tiempos el hombre, en qué sitio apareció, y cómo luego de aparecido, en esos tiempos, vivieron odiándose, luchando entre ellos. Sólo reconocían como a curacas a los ricos y a los poderosos. A ellos, a esos antiguos, los llamamos hombres montaraces, silvestres. En ese tiempo, el denominado Pariacaca nació de cinco huevos en el sitio llamado Condorcoto. Un hombre pobre llamado Huatyacuri, de quien se dice era hijo de Pariacaca, fue el primero que supo, que vio el nacimiento. De cómo supo esta noticia y de lo muy misterioso de cuanto hizo vamos a hablar en seguida. En aquel tiempo, el tal llamado Huatyacuri vivía comiendo miserablemente; se alimentaba sólo de papas asadas en la tierra calentada ["guatia" o "huatia"]; y por eso le dieron el nombre [despectivo] de Huatyacuri. En la misma época vivía un muy poderoso, grande y rico jefe: se llamaba Tamtañamca. En ninguna parte había una casa tan grande, ocupaba un espacio que abarcaba toda la vista; estaba techada con alas de pájaros; las llamas que poseía eran amarillas, rojas, azules; toda clase de llamas tenía. Este hombre, viendo que su vida era regalada, hizo venir gente de los pueblos de todas partes, los enumeró; y entonces, mostrándose como si fuera un sabio, engañando con su poco entendimiento a muchísimos hombres, vivió. Así pudo hacerse considerar como un verdadero sabio, como un dios, este llamado Tamtañamca; así fue, hasta que una horrible enfermedad lo atacó. Y como pasaron muchos años y él seguía enfermo, y se creía que era hombre sabio y grande, la gente hablaba: "tiene un mal grave". Y tal como los huiracochas [los españoles] hacen llamar a los sabios [amautas] y a los doctores, también él hizo llamar a los que conocían bien de todo, a los sabios. Pero ninguno pudo descubrir la causa de su enfermedad.


Entonces ese Huatyacuri, caminando de Uracocha hacia Sieneguilla, en el cerro por donde solemos bajar en esa ruta se quedó a dormir. Ese cerro se llama ahora Latauzaco. Mientras allí dormía, vino un zorro de la parte alta y vino también otro zorro de la parte baja; ambos se encontraron. El que vino de abajo preguntó al otro: "¿Cómo están los de arriba?" "Lo que debe estar bien, está bien -contestó el zorro-; sólo un poderoso, que vive en Anchicocha, y que es también un sacro hombre que sabe de la verdad, que hace como si fuera dios, esta muy enfermo. Todos los amautas han ido a descubrir la causa de la enfermedad, pero ninguno ha podido hacerlo. La causa de la enfermedad es ésta: a la parte vergonzosa de la mujer [de Tamtañanca] le entró un grano de maíz mura saltando del tostador. La mujer sacó el grano y se lo dio a comer a un hombre. Como el hombre comió el grano, se hizo culpable; por eso, desde ese tiempo, a los que pecan de ese modo se les tiene en cuenta, y es por causa de esa culpa que una serpiente devora las cuerdas de la bellísima casa en que vive, y un sapo de dos cabezas habita bajo la piedra del batán. Que esto es lo que consume al hombre, nadie lo sospecha." Así dijo el zorro de arriba, en seguida preguntó al otro: "¿Y los hombres de la zona de abajo están igual?" Él contó otra historia: "Una mujer, hija de un sacro y poderoso jefe, está que muere por [tener contacto] con un sexo viril." (Pero el relato de cómo esa mujer pudo salvarse es largo y lo escribiremos después; ahora volvamos a continuar lo que íbamos contando.) Luego de oír a los dos zorros, Huatyacuri dijo: "Está sufriendo ese tan grande jefe que simula ser dios porque está enfermo; dicen que ese hombre tenia dos hijas, a la mayor la ha unido con un hombre muy rico." Y así, ese miserable Huatyacuri, de quien hablamos, llegó hasta donde estaba el hombre enfermo. Ni bien llegó, empezó a preguntar: "¿No hay en este pueblo alguien que sufre un mal grave?" Entonces la menor de las hijas [de Tamtañanca]: "Mi padre es quien está enfermo" dijo. "Júntate conmigo; por ti sanaré a tu padre" le propuso [Huatyacuri]. No sabemos cuál era el nombre de esta mujer, aunque se dice que después la llamaron Chaupiñamca. Ella no esperó y se llevó al desconocido. "Padre mío, aquí hay un pobre miserable que dice que puede sanarte", dijo. Al oír estas palabras, todos los sabios que estaban sentados protestaron: "No lo hemos podido curar nosotros y va a poder ese pobre miserable", dijeron. Pero, como el poderoso hombre anhelaba sanar: "Que venga ese hombrecito, cualquiera que sea", ordenó, e hizo llamarlo. Y como fue llamado, este Huatyacuri, entrando, dijo. "Padre, si deseas sanar yo te sanaré, en cambio me convertirás en tu hijo." "Me parece bien" contestó el jefe. Al oír esta respuesta, el marido de la hija mayor se enfureció. "¿Cómo ha de unirla con este pobre miserable, siendo ya nosotros ricos y poderosos?"

Narraremos, luego, las luchas que hubo entre este hombre enfurecido y Huatyacuri; ahora, continuemos con la historia de la curación del enfermo por el tal Huatyacuri.


Cuando empezaba a curar al enfermo, le dijo: "Tu mujer es adúltera. Y por ser ella así te ha enfermado; y quienes te hacen padecer son dos serpientes que viven en el techo de tu excelsa casa y un sapo de dos cabezas que habita debajo del batán. Vamos a matarlos y te aliviarás. Una vez que estés sano adorarás a mi padre, prefiriéndolo a quienquiera: mi padre ha de llegar pasado mañana. Tú no tienes verdadero poder, pues si lo tuvieras no te habrías enfermado gravemente. Al oír esto, el enfermo se atemorizó mucho; y dijo "voy a desatar mi hermosa casa", y entristeció.


"En vano este miserable infeliz habla; yo no soy adúltera" dijo la mujer, se puso a gritar. Pero como el hombre ansiaba sanar, ordenó que desataran su casa; y así, encontraron a las dos serpientes, las sacaron y mataron. Luego le dijo a su mujer que ella había hecho comer a cierto hombre un grano de maíz que saltó de la tostadora a su parte vergonzosa. La mujer se vio obligada a contar lo que había ocurrido y a declarar que Huatyacuri decía la verdad. En seguida hizo levantar el batán. Encontraron debajo de la piedra un sapo de dos cabezas; el sapo voló hasta la laguna Anchi que había en una quebrada. Dicen que hasta ahora vive allí, en un manantial. Y cuando algún hombre llega hasta sus orillas: "¡Ña!", diciendo, lo hace desaparecer o pronunciando la misma palabra lo enloquece.


Después que ocurrieron estos sucesos, el hombre sanó; y cuando ya hubo sanado, el tal Huatyacuri fue, en el turno fijado, hasta Condorcoto. Allí estaba el huaca denominado Pariacaca, echado en forma de cinco huevos. Cuando llegó al sitio, el viento empezó a soplar; en los tiempos antiguos no soplaba el viento. Y como, el hombre, ya curado, le había dado la su hija menor, Huatyacuri la llevó consigo. En el camino pecaron los dos.


El cuñado de la mujer, de quien hablamos antes, supo que la mujer había pecado; se enfureció, habló: "Voy a afrentarlo, lo dejaré en la mayor vergüenza", diciendo, fue a desafiarlo. "Hermano: vamos a competir en lo que quieras -dijo a Huatyacuri-. Tú, que eres un miserable, has tomado por mujer a mi cuñada que es rica y poderosa." "Está bien, acepto", contestó el pobre, y fue adonde su padre a contarle lo que le había ocurrido. Este le dijo: "Está bien cualquiera cosa que te proponga, pero ven a avisarme inmediatamente." Y la competencia se hizo del modo siguiente:


Un día le dijo a Huatyacuri: "Hoy vamos a competir en beber y cantar." Entonces Huatyacuri, el pobre, fue a consultar con su padre. Él le dijo: "Anda a una montaña; allí, finge ser un huanaco muerto y échate al suelo. Por la mañana, temprano, vendrán a verme un zorro y un zorrino con su mujer. Traerán chicha en un porongo [jarra pequeña], y también una tinya [tamborcillo]. Creyendo que eres un huanaco muerto, pondrán en el suelo la tinya y el porongo, luego empezarán a comerte. El zorro, muy aturdido, dejará esas cosas en la tierra y también una antara [flauta de Pan] y comenzará a devorarte; entonces, tú te levantarás, mostrándote como hombre que eres, y gritarás fuete, como para que duela. Los animales huirán olvidándose de todo. Tú te llevarás el porongo y la tinya e irás a competir."


Tal como lo instruyó su padre hizo las cosas este pobre Huatyacuri. Y, así, ya en el sitio donde debía hacerse la competencia, la empezó el hombre rico. Se puso a cantar y a bailar con las mujeres, y cuando hubo cantado como unas doscientas canciones, concluyó. Entonces entró a cantar el pobre, acompañado únicamente por su mujer; entraron los dos, por la puerta. Y cuando el hombre cantó acompañándose con el tambor del zorrino, el mundo entero se movió. Y Huatyacuri ganó la competencia. Luego, se inició la de beber. El hombre rico invitó a los hombres que estaban en todos los sitios; bebió con ellos sin descanso. Mientras tanto, el pobre, tal como hoy lo hacen los hombres foráneos que se sientan en las reuniones, algo lejos y a cierta altura, así estuvo esperando. El rico se sentó, luego, tranquilo, sin pena, después de haber invitado a todos los hombres. Entonces, Huatyacuri entró a competir. Comenzó a beber con toda la gente, sirviéndole de su cantarito. Y la gente se reía: "¡Cómo puede creer que ha de satisfacer a tanta gente con ese poronguito!", decían. Pero Huatyacuri invitó a los concurrentes. Empezando desde un extremo, mientras los otros reían, les sirvió con gran rapidez, y todos cayeron embriagados.


Nuevamente vencido, el hombre rico desafió al pobre en otra competencia para el día siguiente. La prueba consistiría en ataviarse con los mejores vestidos. Huatyacuri volvió a acudir donde su padre. Su padre le obsequió un traje hecho de nieve. Con ese traje quemó [deslumbró] los ojos de todos, y ganó la competencia. Después, el hombre rico trajo muchos pumas y desafió, una vez más, a competir a Huatyacuri. El pobre fue donde su padre, y cuando le hubo contado cuál era la nueva competencia que le proponía su rival, el padre hizo aparecer, en la madrugada, un puma rojo del fondo de un manantial. Y con ese puma rojo estuvo Huatyacuri, mientras el otro cantaba; y cuando Huatyacuri cantó con el puma rojo, apareció un arco en el cielo, lo que ahora se llama arco cielo, de colores, mientras cantaba.


El otro hombre lo desafió entonces en construir el muro de una casa y, como tenía tantos hombres a su servicio, en un solo día hizo levantar las paredes de una casa grande. Huatyacuri, en cambio, no pudo sino construir los cimientos y anduvo durante el día con su mujer, sin hacer nada; pero en la noche le auxiliaron los pájaros, las serpientes, todo ser vivo que hay en el mundo. Y cuando su rival vio la obra concluida, se espantó y lo desafió a construir el techo de la casa. Huatyacuri cargó en vicuñas la paja y las cuerdas, todo lo que era necesario para cubrir el techo de la casa; el otro hombre rico cargó en llamas cuanto necesitaba para la obra, y cuando la piara pasaba por un precipicio, pequeños gatos monteses la asustaron por encargo de Huatyacuri, que les había rogado que lo ayudaran. Las cargas fueron destruidas, las llamas cayeron al abismo, y venció en la prueba.


Como había vencido en todo, este hombre pobre le dijo a su rival, obedeciendo instrucciones de su padre: "Hasta ahora hemos competido en pruebas que tú has propuesto; en seguida lo haremos en otras que yo voy a proponer." "Está bien", le contestó el hombre. Y Huatyacuri propuso: "Vistámonos con huara [pañete que cubría la cintura y piernas] azul y que nuestra cusma [túnica] sea blanca; de ese modo vestidos, cantemos y bailemos." "Está bien" volvió a responder el rico. Y como él había iniciado las competencias, empezó también a cantar, y cuando estaba así, cantando, el tal Huatyacuri, lanzó un grito desde afuera; toda su poderosa fuerza se expandió en el grito, y el hombre rico, aterrado, se convirtió en venado y huyó. Entonces su Mujer dijo: "Voy a morir con mi esposo querido" y, así diciendo, siguió al venado. Pero el hombre pobre, muy enojado, dijo: "Vete, corre; tú y tu esposo me hicieron padecer, ahora voy a hacerte matar a ti." Y diciendo esto la persiguió, le dio alcance en el camino de la laguna de Anchi. Allí le habló: "Aquí van a venir los hombres de todas partes, los de arriba y los de abajo, en busca de tu parte vergonzosa, y la encontrarán." Y dicho esto, la puso de pie, levantándola de la cabellera. Pero en ese mismo instante la mujer se convirtió en piedra. Y hasta ahora está allí, con sus piernas humanas y su sexo visibles; está sobre el camino, tal como Huatyacuri la puso. Y le ofrendan coca, hoy mismo, sí, por cualquier motivo.


Mientras tanto, el hombre convertido en venado escaló la montaña y desapareció. Luego, se convirtió en devorador de seres humanos, y así fue en la antigüedad. Mucho después, se multiplicaron estos venados; aumentaron tanto hasta que, cierta vez, se reunieron para acordar de qué modo devorarían a los hombres, entonces, una cría se equivocó y dijo: "¿Cómo nos han de comer los hombres?" al oír estas palabras, los venados sintieron temor y se dispersaron. Desde entonces se convirtieron en comida humana.


Cuando ya concluyó la historia que hasta aquí hemos narrado, de los cinco huevos que el dicho Pariacaca puso en la montaña volaron cinco halcones. Esos cinco halcones se convirtieron en hombres y se echaron a andar. Y como escucharon tanto de las cosas que habían hecho los hombres, y cómo diciendo: "soy dios" se hicieron adorar, enfurecidos por ésta y otras culpas, se alzaron convertidos en lluvia y arrastraron al mar todas las casas, las llamas, sin permitir que ni un solo pueblo se salvara. Y después de ese tiempo, del cerro Llantapa surgió un árbol llamado Pullao y se trabó en lucha con la otra montaña de nombre Huicho. Pullao era como un arco gigante, y sobre él estaban refugiados los monos, los pájaros, el caqui, todas las aves. Con todos estos animales, la montaña se fue al mar, desapareció. Y cuando todo hubo acabado, Pariacaca, el que está arriba, y al cual llamamos Pariacaca, subió al sitio en donde se encuentra. De cómo subió hasta el sitio en donde ahora se encuentra hablaremos en el siguiente capítulo.


CAPITULO VI


"Cómo Pariacaca nació cinco alcones y después tornó en personas y cómo estando ya vencedor de todos los yuncas de Anchicocha empezó a caminar al dicho Pariacaca y lo que sucedió por los caminos"


Cuando ya Pariacaca tomó figura humana y hubo crecido, se hizo grande, empezó a buscar a su enemigo. El nombre de su enemigo era Huallallo Carhuincho, devorador de hombres. En adelante, nos ocuparemos de la lucha de ambos, porque ya hemos hablado de cómo fue la vida de ese Huallallo Carhuincho, de cuántas cosas hizo, de cómo devoraba a la gente; ahora vamos a hablar de los sucesos que ocurrieron en los alrededores de Huarochirí. Tales sucesos se realizaron como lo vamos a contar en seguida:


Cuando Pariacaca tomó ya la figura humana, cuando era ya hombre grande, se dirigió hacia el Pariacaca de arriba, al sitio que habitaba Huallallo Carhuincho. En ese tiempo, en una estrecha quebrada que había muy abajo de Huarochirí, existía un pueblo yunca; se llamaba Huayquihusa. Los hombres de ese pueblo celebraban una gran fiesta; era día de bebida grande. Y cuando estaban bebiendo, así, en grande, Pariacaca llegó a ese pueblo. Pero no se dio a conocer; se sentó en un extremo del sitio que ocupaba la concurrencia, como si fuera un hombre muy pobre. Y como se sentó de ese modo, en todo el día, ni una sola persona le convidó nada. Una mujer común se dio cuenta del aislamiento en que estuvo Pariacaca: "¿Como es posible que a este pobre hombre no le hayan invitado nada?", diciendo, le llevó chicha en un mate grande, blanco. Entonces él le dijo: "Hermana: eres bienaventurada por haberme servido esta chicha; de hoy a cinco días más, no sabes todo lo que ocurrirá en este pueblo. Por eso, aquel día, tú no debes estar aquí; no sea que confundiéndote a ti y a tus hijos con los otros, les pueda matar yo mismo. Estos hombres me han causado ira", y siguió hablándole: "No has de comunicar nada de lo que te digo a estos hombres, porque si algo les dijeras, a ti también te mataré." Obedeciendo la advertencia, esa mujer se retiró del pueblo antes del quinto día, en compañía de sus hijos y de sus hermanos. Mientras tanto, los hombres del pueblo siguieron bebiendo sin temor ni pena.


Al mismo tiempo, el tal llamado Pariacaca subió hasta una montaña que está en la parte alta de Huarochirí. Esa montaña se llama ahora "Macacoto" y el otro cerro, próximo, se llama "Puypuhuana". Y así, la ruta que seguimos para bajar a Huarochirí se llama del mismo modo que los cerros. En esa montaña, Pariacaca empezó a crecer, y haciendo caer huevos de nieve [granizo] roja y amarilla, arrastró a los hombres del pueblo y a todas sus casas hasta el mar, sin perdonar a uno solo de los otros pueblos. Fue entonces que las aguas, corriendo en avalanchas, formaron las quebradas que existen en las alturas de Huarochirí. Y cuando desapareció todo, algunos de los hombres del pueblo [de Huayquihuso] bajaron a la zona caliente [yuncacuna], silenciosamente, sin hablar y sin que nadie los advirtiera. Se fueron hasta las chacras de Cupara. Y allí, los que habitaban ese pueblo Cupara, padeciendo de la sequedad de la tierra, sobrevivieron llevando agua de un manantial. El manantial salía de una montaña grande que está hacia arriba de San Lorenzo. Esa montaña, ahora, se llama Sunacaca. Allí había una laguna grande. De ella guiaban el agua hasta otras lagunas pequeñas, y llenándolas, se surtían de agua para regar.


En aquel tiempo, vivía una mujer muy hermosa en el pueblo del que hablamos; ella se llamaba Chuquisuso. Un día regaba, llorando, su campo de maíz; lloraba porque la poquísima agua no alcanzaba a mojar la tierra seca. Entonces Pariacaca bajó, y con su manto tapó la bocatoma de la laguna pequeña. La mujer lloró más dolorosamente, viendo que la poquísima agua desaparecía. Así la encontró Pariacaca, y le preguntó: "Hermana: ¿por qué sufres?" Y ella le contestó: "Mi campo de maíz muere de sed." "No sufras -le dijo Pariacaca-. Yo haré que venga mucha agua de la laguna que tienen ustedes en la altura; pero acepta dormir antes conmigo." "Haz venir el agua, primero. Cuando mi campo de maíz esté regado, dormiré contigo", le contestó ella. "Está bien" aceptó Pariacaca; e hizo que viniera mucha agua. La mujer, feliz, regó todos los campos, no sólo el suyo. Y cuando acabó de regar los sembrados, "Ahora, vamos a dormir" le dijo Pariacaca. "Todavía no, pasado mañana", le dijo ella. Y como Pariacaca la amaba mucho, le prometió de todo, porque deseaba dormir con ella. "Voy a convertir estos campos en tierra con riego, con agua que vendrá del río", le dijo. "Haz primero esa obra, después dormiré contigo" dijo ella. "Está bien", contestó Pariacaca y aceptó.


En ese tiempo, los pueblos yuncas tenían, para regar sus tierras, un acueducto muy pequeño que salía de una quebrada que se llamaba Cocochalla y que estaba un poco arriba de SanLorenzo. Pariacaca convirtió ese acueducto en una acequia ancha, con mucha agua, y la hizo llegar hasta las chacras de los hombres de Huracupara. Los pumas, los zorros, las serpientes, los pájaros de toda clase, barrieron el piso del acueducto, lo hicieron ellos. Y para hacer el trabajo, todos los animales se organizaron: "¿Quién va a guiar la faena, quién ha de ir por delante?" dijeron. Y todos quisieron ser los guías. "Yo, antes que todos", "Yo", "Yo", reclamaban. Ganó el zorro. "Yo soy el curaca; yo voy a ir por delante", dijo. Y comenzó el trabajo, encabezando a los otros animales. El zorro guiaba la obra, los otros le seguían. Y cuando iba avanzando el trabajo, por encima de San Lorenzo, en un cerro, de repente se echó a volar una perdiz. Saltó: "¡Pisc, pisc!" gritando. El zorro quedó aturdido; "¡Huac!", diciendo, se cayó; rodó hacia abajo. Los otros animales se enfurecieron e hicieron subir a la serpiente. Dicen que si el zorro no se hubiera caído, el acueducto hubiera seguido por una ruta más alta; ahora pasa un poco por debajo. Y aún se ve muy claro dónde cayó el zorro; el agua baja por allí mismo.


Cuando el acueducto estuvo concluido, Pariacaca le dijo a la mujer: "Vamos a dormir." Pero ella contestó: "Subamos hacia los precipicios altos; allí dormiremos." Y así fue. Durmieron sobre un precipicio que se llama Yanaccacca. Y cuando ya hubieron dormido juntos, la mujer le dijo a Pariacaca: "Vamos a cualquier sitio, los dos." "Vamos", respondió él. Y se llevó a la mujer hasta la bocatoma del acueducto de Cocochalla. Cuando llegaron al sitio, esa mujer llamada Chuquisuso dijo: "Voy a quedarme en el borde de este acueducto" e inmediatamente, se convirtió en yerta piedra. Pariacaca siguió cuesta arriba, siguió caminando hacia arriba. Pero de este suceso hablaremos después. En la bocatoma de la laguna, sobre el acueducto, una mujer de helada piedra está; ella es la que se llamaba Chuquisuso. Y cuando hicieron otro acueducto, por una zona más alta, también en ese tiempo y en ese lugar llamado Huinconpa, está ahora Cuniraya, helado e inerte. Allí fue donde Cuniraya acabó. Pero de todo lo que hizo antes hemos de hablar en los capítulos siguientes.


martes, 22 de febrero de 2011

Cuarta fecha (25/01/2011)

El texto elegido para la cuarta fecha de nuestro taller fue "El sueño del pongo", de José María Arguedas. De esta manera, continuamos apreciando el legado de este autor a las letras peruanas y universales. El texto que nos congregó en esta oportunidad fue publicado originalmente en 1965, en una versión bilingüe bajo el título completo "Pongoq mosqoynin (Qatqa runapa willakusqan)/El sueño del pongo (cuento quechua)" y consiste, según Arguedas, en la versión de un cuento que escuchó narrar en quechua a un comunero del Cuzco. El autor "original", por lo tanto, se desvanece en el proceso de trasmisión oral, pero su mensaje nos llega en sombras de tinta conjuradas por el amauta, quien nos confiesa:

“Hemos tratado de reproducir lo más fielmente posible la versión original, pero, sin duda, hay mucho de nuestra ‘propia cosecha’ en su texto; y eso tampoco carece de importancia.”

A continuación reproducimos la traducción al español del relato recogido por José María Arguedas. También es posible escuchar el cuento narrado en la voz del propio Arguedas descargando este archivo en formato mp3.



EL SUEÑO DEL PONGO


José María Arguedas


Un hombrecito se encaminó a la casa hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente de la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo miserable, de ánimo débil, todo lamentable, sus ropas viejas.


El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en el corredor de la residencia.


-¿Eres gente u otra cosa? -le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de servicio.


Humillándose, el pongo no contestó, atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.


-¡A ver! -dijo el patrón– por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas manos que parece que no son nada. ¡Llévate esta inmundicia! -ordenó al mandón de la hacienda.


Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina.


El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un poco como de espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo compadecían. ”Huérfano de huérfanos, hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza”, había dicho la mestiza cocinera viéndolo.


El hombrecito no hablaba con nadie, trabajaba callado, comía en silencio. Todo cuanto le ordenaban cumplía. ”Si papacito; si mamacita, era cuanto solía decir”.


Quizá a causa de tener una cierta expresión de espanto, y por su ropa tan harapatosa y acaso, también, porque no quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por el hombrecito. Al anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el Ave María, en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al pongo delante de toda la servidumbre, lo sacudía como a un trozo de pellejo.


Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le daba golpes en la cara.


-Creo que eres perro. ¡Ladra! -le decía.


El hombrecito no podía ladrar.


-Ponte de cuatro patas -le ordenaba entonces.


El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies.


-Trota de costado, como un perro -seguía ordenándole el hacendado.


El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna.


El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo.


-¡Regresa! -le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran corredor.


El pongo volvía, corriendo de costadito. Llegaba fatigado.


Algunos de sus semejantes siervos, rezaban mientras el Ave María, despacio rezaban, como viento interior en el corazón.


-¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! -manda el señor al cansado hombrecito-. Siéntate en dos patas empalma las manos.


Como si el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo imitaba exactamente la figura de uno de esos animalitos, cuando permanecen quietos, como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas. Entonces algunos de los siervos de la hacienda se echaban a reír.


Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillos del corredor.


Recemos el padrenuestro -decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila.


El pongo se levantaba de a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar que le correspondía ni ese lugar correspondía a nadie.


En el oscurecer los siervos bajaban del corredor al patio y se dirigían al caserío de la hacienda.


-¡Vete, pancita! -solía ordenar, después el patrón al pongo.


Y así, todos los días, el patrón hacia revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre.


Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos.


Pero… una tarde, a la hora del Ave María, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ese, ese hombrecito, habló muy claramente. Su rostro seguía un poco espantado.


-Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte –dijo.


El patrón no oyó lo que oía.


-¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? -preguntó.


-Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte -repitió el pongo.


-Habla…si puedes -contestó el hacendado.


-Padre mío, señor mío, corazón mío -empezó a hablar el hombrecito-. Soñé anoche que habíamos muerto los dos, juntos; juntos habíamos muerto.


-¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio –le dijo el gran patrón.


-¿Qué? ¿Qué dices? -interrogó el hacendado.


-Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos, los dos, juntos; desnudos ante nuestro gran padre San Francisco.


-¿Y después? ¡Habla –ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.


-Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran padre San Francisco nos examinó con sus ojos que alcanzaban y miden no se hasta que distancia. Y a ti y a mí nos examinaba, pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.


-¿Y tú?


-No pude saber cómo estuve, gran señor, o no puedo saber lo que valgo.


-Bueno sigue contando.


-Entonces después, nuestro padre dijo de su boca: ”De los ángeles, el más hermoso que

venga. A ese incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, ya la copa de oro llena de miel de chancaca más transparente”.


-¿Y entonces? -preguntaba el patrón.


Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención, sin cuenta, pero temerosos.


-Dueño mío; apenas nuestro gran padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel brillando, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro padre, caminando despacito.


Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de suave luz como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.


-¿Y entonces? -repitió el patrón.


-Al ángel mayor le dijo: cubre a este caballero con la miel que estaba en la copa de oro; que tus manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre”, diciendo, ordenó nuestro gran padre. Y así, el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera de oro, transparente.


-Así tenía que ser –dijo el patrón, y luego preguntó:


-¿Y a ti?


-Cuando tu brillabas en el cielo, nuestro padre San Francisco volvió a ordenar: ”Que de todos los Ángeles del cielo venga el de menos valer, el más ordinario. Que ese ángel traiga un tarro de gasolina con excremento humano”.


-¿Y entonces?


-Un ángel que ya no valía, de patas escamosas, al que no alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran padre; llegó bien cansado con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande.


-“Oye viejo –ordenó nuestro gran padre a ese pobre ángel- embadurna el cuerpo de ese hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído, todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrela como puedas, ¡rápido!”. Entonces con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento de la lata, me cubrió, desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado. Y, aparecía avergonzado, en la luz del cielo, apestando…


-Así mismo tenía que ser –afirmó el patrón- ¡continúa! o ¿todo concluye allí?


-No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro gran padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti, ya a mí, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta que honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria. Y luego dijo: "Todo cuanto los Ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse uno a otro! Despacio, por mucho tiempo." El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza. Nuestro padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.

***

Ofrecemos a continuación una lista de lecturas complementarias para "El sueño del pongo":

Andrade Ciudad, Luis
"Aguas turbias, aguas cristalitas: El mundo de los sueños en los andes surcentrales". Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 2007

Matos Mar, José

"La hacienda, la comunidad y el campesino en el Perú". Instituto de Estudios Peruanos, Lima, 1976

http://www.iep.org.pe/textos/DDT/peruproblema3.pdf (Libro completo)


Spalding, Karen

"De indio a campesino: cambios en la estructura social del Peru colonial", Instituto de Estudios Peruanos, Lima, 1974


Portocarrero, Gonzalo

"El fantasma del patrón y el autoritarismo en el Perú" en Página de Gonzalo Portocarrero (Blog). 2008.

http://gonzaloportocarrero.blogsome.com/2008/11/18/el-fantasma-del-patron-y-la-crisis-de-autoridad/


López Maguiña, Santiago; Portocarrero, Gonzalo

"El pongo dentro de mí" en "Quehacer: revista bimestral del Centro de estudios y promoción del desarrollo" (p. 106-113), DESCO, Lima, 2004, 147

http://www.desco.org.pe/apc-aa-files/6172746963756c6f735f5f5f5f5f5f5f/qh147gp.doc


Ruiz Bravo, Patricia; Neira, Eloy

"Enfrentados al patrón: una aproximación a los estudios de la masculinidad en el medio rural peruano" en "Estudios culturales. Discursos, poderes y pulsiones", Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, Lima, 2001


Ruiz Bravo, Patricia; Neira, Eloy; Rosales, José Luis

"El orden patronal y su subversión" en "Clases sociales en el Perú: visiones y trayectorias". (p. 259-282) Pontificia Universidad Católica del Perú PUCP, Centro de investigaciones sociológicas, económicas, políticas y antropológicas CISEPA, Lima, 2007

Video: La agonía del Rasu-Ñiti

La siguiente adaptación fílmica de "La agonía del Rasu-Ñiti" fue realizada en 1985 bajo la dirección de Augusto Tamayo por el Centro de Teleducación de la Universidad Católica, CETUC. El cortometraje cuenta con las actuaciones de Luis Álvarez y Delfina Paredes, así como la participación musical del conjunto de danzantes de tijeras "los Cahuallacctas":
Arpa: Gregorio Condori Tito (Lapla de Huaycahuacho),
Violín: Juan Caccha Arango (Ojicha de Sondondo)
Danzak: Jechele de Andamarca



Parte 1


Parte 2

viernes, 18 de febrero de 2011

Tercera fecha (11/01/2011)

En esta tercera fecha de nuestro taller, leímos nuevamente el cuento "La agonía del Rasu-Ñiti", el cual reproducimos a continuación.

La agonía del Rasu-Ñiti


José María Arguedas

Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio.

Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume.

—El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’ “Rasu-Ñiti”(1).

Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras.

Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron.

La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron.

— Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.
—¡Es tu padre! —dijo la mujer.

Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos.

Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación.

“Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos.

— ¡Esposo! ¿Te despides? — preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.
—El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!

Corrieron las dos muchachas.

La mujer se acercó al marido.

—Bueno. ¡Wamani(2) está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.
—Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!
Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.
—Tardará aún la chiririnka(3) que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.

Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.

La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ “Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las fiestas de centenares de pueblos.

—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer.

Ella levantó la cabeza.

—Está —dijo—. Está tranquilo.
—¿De qué color es?
—Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo.
—Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda!

La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente.

Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín.

Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre.

Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos.

—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.

Las tres lo contemplaron, quietas.

—No —dijo la mayor.
—No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.
—¿Oye el galope del caballo del patrón?
—Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!

Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.

—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.
—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.

Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que protege al dansak’.

Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo.

Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre “Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor.

El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.

“Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.

Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha” comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas.

Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ sayku”(4), el discípulo de “Rasu-Ñiti”. También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban.

“Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente.

—¿Ves “Lurucha” al Wamani?— preguntó el dansak’ desde la habitación.
—Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.
—¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves?

El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’.

—Aletea no más. No lo veo bien, padre.
—¿Aletea?
—Sí, maestro.
—Está bien. “Atok’ sayku” joven.
— Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista.

“Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza.

“Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron.

—¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo “Atok’ sayku”, mirando la cabeza del bailarín.

Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a hen-chirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera.

—¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro.

Se le paralizó una pierna

—¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba.

El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo.

—El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo.

Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo.

—¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.

Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado.

Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento.

“Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe.

El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida?

La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.

“Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha” y don Pascual? “Lurucha” aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio.

“Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra.

Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas.

—¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ sayku”.
—Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo.

“Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente.

A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo.

“Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo espacio, de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera.

—¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ sayku”, mirando.

“Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos.

El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos.

“Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia!

Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos.
“Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos.

“Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak’, a la media noche.

—¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’.

Nadie se movió.

Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando.

“Lurucha” inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido.

—¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del medio día en el nevado, brillando.
—¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín.
—Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñiti”.
—No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando!

“Lurucha” miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo.

—¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.
—Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani.


***


(1) Dansak: bailarín.
Rasu-Ñiti: que aplasta nieve.
(2) Dios montaña que se presenta en figura de cóndor.
(3) Mosca azul.
(4) Que cansa al zorro.

lunes, 14 de febrero de 2011

Segunda fecha (28/12/2010)

Durante la segunda reunión de nuestro taller nos dedicamos a leer y comentar el cuento "La agonía del Rasu-Ñiti" de José María Arguedas. Publicado en 1962, este cuento nos sitúa dentro del espacio mágico religioso en el que se desenvuelve el danzante de tijeras de los andes peruanos. La historia, ubicada en la cabaña del danzak Rasu-Ñiti, nos narra el ritual en el que se enmarca la muerte de este legendario maestro, rodeado por su familia, sus músicos y su discípulo Atok’ sayku. Los personajes de Rasu-Ñiti y Atok’ sayku encarnan un mundo espiritual cuya continuidad está resguardada por la música y el baile. Los músicos "Lurucha" y don Pascual acompañan con el arpa y el violín al maestro danzak en su baile trascendental bajo la mirada del espíritu de la montaña, el wamani.

El aspecto espiritual de la danza de tijeras se encuentra estrechamente enlazado a lo musical. En su forma más tradicional, la trasmisión de repertorios entre el maestro y su discípulo cuenta con una importante dimensión mágico-religiosa, tal como lo explica Manuel Arce Sotelo en su libro "La danza de tijeras y el violín de Lucanas":

"Los Maestros reconocidos eran muy solicitados, de tal modo que un intérprete podía enlazar una serie de contratos de pueblo en pueblo y estar ausentes de su hogar durante meses. Igualmente, los jóvenes ansiosos de aprender podían peregrinar por mucho tiempo por diversos lugares hasta encontrar al que consideraban el mejor violinista, arpista o danzante que se encargara de su formación.

Esta podía durar años y comprendía también una formación espiritual en la que el Maestro inculcaba al discípulo la sabiduría de los secretos de la naturaleza, la veneración a los wamanis, a los apus y a la Pachamama, el respeto mutuo entre Maestro y alumno, etc. Además (sobre todo en los danzantes), los conocimientos que adquirían los intérpretes no sólo eran musicales o coreográficos. Los grandes Maestros, herederos de una ancestral sabiduría, sabían curar enfermedades (Cavero Carrasco, 2001: 286) predecir el futuro en sus comunidades, y podían trasmitir estos dones a sus mejores alumnos." (Arce Sotelo 2006: 52)

domingo, 6 de febrero de 2011

Primera fecha (14/12/2010)


Iniciamos nuestro primer taller con una breve introducción para presentarnos y dar la bienvenida a los participantes. Todos llegamos con grandes y diversas expectativas, preguntándonos cómo podríamos contribuir para hacer del taller una experiencia más enriquecedora. Dejamos establecido que el carácter de nuestros encuentros sería dialógico y comunitario, valorando lo que cada uno pueda aportar a una apreciación más profunda de los textos que analizaremos cada quincena. También resaltamos la importancia de participar, ya sea leyendo, narrando, recitando o comentando. Por ello, nuestro primer objetivo a largo plazo será que cada participante vaya encontrándose con su voz, desarrollando su potencial expresivo mediante la lectura, la narración oral y el debate.



Antes de empezar propiamente con el taller, era necesario reflexionar un instante acerca de aquello que nos congregaba. Sin embargo, preguntarnos qué es la literatura o por qué hablamos de literaturas en plural nos habría llevado a una infructuosa, acalorada e inacabable discusión. Por ello, nos limitamos a leer un brevísimo ensayo, escrito por Han Yu (China, 768–824 d.C.) y traducido por Octavio Paz, el cual reproducimos a continuación.


“Todo resuena, apenas se rompe el equilibrio de las cosas. Los árboles y las yerbas son silenciosas; el viento las agita y resuenan. El agua está callada: el aire la mueve, y resuena; las olas mugen: algo las oprime; la cascada se precipita: le falta suelo; el lago hierve: algo lo calienta. Son mudos los metales y las piedras, pero si algo los golpea, resuenan. Así el hombre.


Si habla, es que no puede contenerse; si se emociona, canta; si sufre, se lamenta. Todo lo que sale de su boca en forma de sonido se debe a una ruptura de su equilibrio.


La música nos sirve para desplegar los sentimientos comprimidos en nuestro fuero interno.


Escogemos los materiales que más fácilmente resuenan y con ellos fabricamos instrumentos sonoros: metal y piedra, bambú y seda, calabazas y arcilla, piel y madera.


El cielo no procede de otro modo. También él escoge aquello que más fácilmente resuena: los pájaros en la primavera; el trueno en verano; los insectos en otoño; el viento en invierno. Una tras otra, las cuatro estaciones se persiguen en una cacería que no tiene fin. Y su continuo transcurrir, ¿no es también una prueba de que el equilibrio cósmico se ha roto?


Lo mismo sucede entre los hombres; el más perfecto de los sonidos humanos es la palabra; la literatura, a su vez, es la forma más perfecta de la palabra.


Y así, cuando el equilibrio se rompe, el cielo escoge entre los hombres a aquellos que son más sensibles, y los hace resonar.”



(Tomado de Paz, Octavio. Chuang-Tzu. Siruela, Madrid, 1997. Versión en línea aquí.)


***


Luego de comentar este ensayo breve nos dedicamos a leer y analizar los textos elegidos para esa oportunidad, los cuales consistían en una selección de narraciones tomadas de dos importantes recopilaciones de la tradición oral andina.


1 )“Mitos, leyendas y cuentos peruanos”, edición de José María Arguedas y Francisco Izquierdo Ríos.


Esta obra consiste en una antología de narraciones orales recogidas por alumnos y profesores de colegios de la costa, sierra y selva del Perú. Se trata, en su mayoría, de fuentes secundarias, ya que los alumnos y profesores recogieron la tradición oral de sus lugares de origen, escribiendo los relatos intentando ser fieles a las versiones orales que escucharon. El libro, publicado originalmente en 1947, puede ser encontrado en una hermosa y reciente edición de Siruela (Madrid, 2009). A continuación reproducimos un fragmento del prólogo y cuatro narraciones.


Prólogo (fragmento)


"Ha sido posible editar, de esta suerte, un libro de procedencia escolar que podrá convertirse en un buen instrumento para la educación, pues aparte de servir como medio de enseñanza de la lectura, puede emplearse para despertrar entre los estudiantes elevadas inquietudes, pudiéndose aprovechar también su contenido como tema de análisis y como auxiliar en los cursos de Geografía, Historia, Psicología y Castellano.


Por otro lado, los mitos, leyendas y cuentos que aparecen en este volumen llevarán, a quienes lo necesitan, el conocimiento directo y animado del espíritu popular peruano, extraordinario en la riqueza de su imaginación y de su capacidad creadora, pues está viviendo un período de intensa y profunda lucha interior; y cada fase, cada grado y momento de esa lucha tiene su versión artística asimismo cambiante e intensa, pues el pueblo agrega, quita o cambia elementos de las antiguas formas y crea otras nuevas.


Y en un país de tan vasta, tan compleja y maravillosa tradición, es incompleta la cultura de quienes desconocen esta fuente.


José María Arguedas."



La aparición de los seres humanos sobre la Tierra (Junín)


En tiempos remotos, el actual valle de Jauja o del Mantaro estaba cubierto por las aguas de un gran lago en cuyo centro sobresalía un peñón llamado Wanka, sitio de reposo del Amaru, monstruo horrible con cabeza de llama, dos pequeñas alas y cuerpo de batracio que terminaba en una gran cola de serpiente. Más tarde, el Tulunmaya (Arco Iris) engendró en el lago otro Amaru para compañero del primero y de color más oscuro, este último nunca llegó a alcanzar el tamaño del primero que por su madurez había adquirido un color blanquizco. Los dos monstruos se disputaban la primacía sobre el lago, cuyo peñón, aunque de grandes dimensiones, no alcanzaba ya a dar cabida para su reposo a los dos juntos. En estas frecuentes luchas, por cuya violencia se elevaban a grandes alturas en el espacio sobre trombas de agua, agitando el lago, el Amaru grande perdió un gran pedazo de su cola al atacar furioso al menor.


Irritado el dios Tikse descargó sobre ellos una tempestad, cuyos rayos mataron a ambos, que cayeron deshechos con diluvial lluvia sobre el ya agitado lago, aumentando su volumen hasta romper sus bordes y vaciarse por el sur.


Cuando así húbose formado el valle, salieron lanzados del Warina o Wari-puquio (que proviene de las palabras: wari, escondrijo no profanado que guarda alguna cosa o ser sagrado; y puquio: manantial) los dos primeros seres humanos llamados Mama y Taita, que hasta entonces habían permanecido por mucho tiempo bajo tierra por temor a los Amarus.


Los descendientes de esta pareja construyeron, más tarde, el Templo de Wariwillka, cuyas ruinas existen todavía.


Hoy, es creencia general entre los wankas, que el Amaru es la serpiente que, escondida en alguna cueva, ha crecido hasta hacerse inmensa, y aprovechando los vientos que se forman durante las tempestades intenta escalar al cielo, pero es destrozado por los rayos entre las nubes; y según sea blanca o negra la figura del Amaru en el cielo presagia buen o mal año.


Ayahuarco (Ayacucho)


En el camino de Ayacucho a Huanta, junto a Huamanguilla, hay un lugar que tiene dos cerros inmensos; en medio de esos cerros se ve un abismo, que solamente contemplarlo causa un miedo horrible.


Este lugar se llama Ayahuarco, que en castellano significa «lugar donde se cuelgan los muertos». Hay una leyenda acerca de ese sitio, y dice así: que en tiempos remotos iban dos viajeros que llevaban dinero; uno de ellos, que era ambicioso, por quedarse con el dinero, en el momento en que pasaban por este sitio, en un descuido empujó a su compañero al abismo, pero apenas había andado unas cuantas leguas murió misteriosamente. Dicen que todas las noches, las gentes que viven en las alturas, ven en Ayahuarco un hombre colgado de una inmensa cadena que sale de ambos cerros; el hombre se lamenta toda la noche y al amanecer desaparece. Dicen que ese hombre es aquel que empujó al otro, y que está condenado, y que los diablos lo cuelgan todas las noches.


Cachihuañusca (Loreto)


A las orillas del río Huallaga, abajo del fundo Santa Rosa, hay una colina. Cuentan los moradores de esa zona que todas las alturas que existen allí eran cerros de sal piedra, de donde extraían dicho producto para su consumo.


Vivía en esa zona un brujo temible llamado Camahuari. Una epidemia de viruela asomó por primera vez al lugar, y lo asoló. Los pocos habitantes que quedaron tribuyeron al brujo Camahuari esa enfermedad y juraron vengarse matándolo. Capturaron al brujo y le sometieron a toda clase de tormentos y ya por agonizar el brujo les lanzó esta maldición: «Cunanmanta pacha manan tiapushunquichu cachita» (Desde hoy no tendréis jamás sal), y expiró.


Días después, cuando les faltó este artículo, fueron por él y encontraron los cerros de sal convertidos en cerros de yeso y exclamaron: «Cachitani huañushca» (La sal ha muerto). Y desde entonces esa colina de la orilla del río Huallaga se llama Cachihuañusca, sal muerta.

El caballito del diablo o chinchilejo (Loreto)


La libélula es un insecto llamado vulgarmente caballito del diablo; en esta región le llaman también chinchilejo. Vive junto a las lagunas, su vuelo es rápido y se alimenta de otros insectos y gusanos.


Refieren que un día, el menos pensado, apareció en un pueblo tranquilo de la Selva, un joven alto, delgado, con un vestido de color rojo oscuro y muy charlatán.


Cuando le preguntaron de dónde había venido, a unos les decía que salió de la copa de una lupuna y a otros, de las raíces de un renaco y que por consiguiente era pariente del diablo y que cuando era pequeño sólo le habían alimentado con espárragos, por lo que era flaco, y que había venido al pueblo a implantar una fábrica de sogas y palos de escoba.


Todo esto contestaba en son de mofa.


Su ocupación no era más que andar de casa en casa, engañando a la gente e intrigando a unos y a otros con noticias a las que ponía pies y manos a su antojo, de tal manera que, en poco tiempo, el tranquilo pueblo se convirtió en un infierno, donde imperaban el chisme y la calumnia.


Convencidos los moradores que todo aquello era debido a la incorregible lengua del forastero, resolvieron aplicarle un severo castigo, para lo cual se valieron de tres brujos, quienes después de una serie de oraciones y varios icaros le convidaron un liquido color chocolate y le convirtieron en un insecto al que le pusieron el nombre de chinchilejo.


Sin embargo, el joven charlatán, a pesar de haber sido convertido en chinchilejo, no se ha arrepentido del castigo, pues continúa dando noticias, pero ya no intrigantes, sino beneficiosas. Así por ejemplo: cuando entra a una casa, da vueltas en ella y luego sale, es signo segurísimo de que allí van a tener visita o van a recibir cartas, telegramas u otras buenas noticias.


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2) “Dioses y Hombres de Huarochirí”, traducción del Manuscrito de Huarochirí realizada por José María Arguedas.


Luego de leer y comentar algunos relatos de la tradición oral popular, nos dedicamos a la lectura de los dos primeros capítulos del Manuscrito de Huarochirí, texto quechua recogido a fines del s. XVI por el sacerdote cuzqueño Francisco de Avila en el contexto de la campaña de "extirpación de idolatrías" emprendida por la iglesia católica. José María Arguedas publicó su traducción del manuscrito en 1966, bajo el título de "Dioses y Hombres de Huarichirí". Actualmente podemos encontrar una reciente edición de la traducción de Arguedas publicada por la Universidad Antonio Ruiz de Montoya en el 2007. A continuación reproducimos los dos primeros capítulos.


CAPITULO I


«Cómo fue antiguamente los ídolos y como guerreó entre ellos y cómo había en aquel tiempo los naturales»


En tiempos muy antiguos existió un huaca llamado Yanamca Tutañamca. Después de estos huacas, hubo otro huaca de nombre Huallallo Carhuincho. Este huaca venció. Cuando ya tuvo poder, ordenó al hombre que sólo tuviera dos hijos. A uno de ellos lo devoraba, al otro, al que por amor escogieran sus padres, lo dejaba que viviera. Y desde entonces, cuando moría la gente, revivían a los cinco días, y del mismo modo, las sementeras maduraban a los cinco días de haber sido sembradas. Y estos pueblos, los pueblos de toda esta región, tenían muchos yuncas.[1] Por eso aumentaron tanto y, como se multiplicaron de ese modo, vivieron miserablemente, hasta en los precipicios y en las pequeñas explanadas de los precipicios hicieron chacras, escarbando y rompiendo el suelo. Ahora mismo aún se ven, en todas partes, las tierras que sembraron, ya pequeñas, ya grandes. Y en ese tiempo las aves eran muy hermosas, el huritu y el caqui, todo amarillo, o cada cual rojo, todos ellos.


Tiempo después, apareció otro huaca que llevaba el nombre de Pariacaca. Entonces, él, a los hombres de todas partes los arrojó. De esos hechos posteriores y del mismo Pariacaca vamos a hablar ahora. En aquel tiempo existió un huaca llamado Cuniraya, existió entonces. Pero no sabemos bien si Cuniraya fue antes o después de Pariacaca, o si ese Cuniraya existió al mismo tiempo o junto con Viracocha, el creador del hombres; porque la gente para adorar decía así: «Cuniraya Viracocha, hacedor del hombre, hacedor del mundo, tú tienes cuanto es posible tener, tuyas son las chacras, tuyo es el hombre: yo». Y cuando debían empezar algún trabajo difícil, a él adoraban, arrojando hojas de coca al suelo: «haz que recuerde esto, que lo adivine Cuniraya Viracocha» diciendo, y sin que pudieran ver a Viracocha, los muy antiguos le hablaban y adoraban. Y mucho más los maestros tejedores que tenían una labor tan difícil, adoraban y clamaban. Por esa razón hemos de escribir de las cosas que ocurrieron antes que él [Cuniraya] existiera, junto con los sucesos de Pariacaca.


CAPITULO II


«Cómo sucedió Cuniraya Viracocha en su tiempo y como Cahuillaca parió a su hijo y lo que pasó»


Vida de Cuniraya Viracocha


Este Cuniraya Viracocha, en los tiempos más antiguos, anduvo, vagó, tomando la apariencia de un hombre muy pobre; su yacolla [manto] y su cusma [túnica] hechas jirones. Algunos, que no lo conocían, murmuraban al verlo: «miserable piojoso» decían. Este hombre tenía poder sobre todos los pueblos. Con sólo hablar conseguía hacer concluir andenes bien acabados y sostenidos por muros. Y también enseñó a hacer los canales de riego arrojando [en el barro] la flor de una caña llamada pupuna; enseñó que los hicieran desde su salida [comienzo]. Y de ese modo, haciendo unas y otras cosas, anduvo, emperrando [humillando] a los huacas de algunos pueblos con su sabiduría.


Después se encontró con el zorrino. Y cuando le preguntó: «Hermano ¿adónde te encontraste con ella, con esa mujer?»; el zorrino le contestó: «Ya nunca la encontrarás; se ha ido demasiado lejos.» «Por haberme dado esa noticia, tú no podrás caminar durante el día, nunca, pues te odiarán los hombres; y así, odiado y apestando, sólo andarás de noche y en el desprecio padecerás», le dijo Cuniraya. Poco después se encontró con el puma. El puma le dijo a Cuniraya: «Ella va muy cerca, has de alcanzarla.» Cuniraya le contestó: «Tú has de ser muy amado; comerás las llamas de los hombres culpables. Y si te matan, los hombres se pondrán tu cabeza sobre su cabeza en las grandes fiestas, y te harán cantar; cada año degollarán una llama, te sacarán afuera y te harán cantar.» Luego se encontró con un zorro, y el zorro le dijo: «Ella ya está muy lejos; no la encontrarás.» Cuniraya le contestó: «A ti, aun cuando camines lejos de los hombres, que han de odiarte, te perseguirán; dirán: 'ese zorro infeliz', y no se conformarán con matarte; para su placer, pisarán tu cuero, lo maltratarán.»


Después, se encontró con un halcón; el halcón le dijo: «Ella va muy cerca, has de encontrarla» y Cuniraya le contestó: «Tú has de ser muy feliz; almorzarás picaflores y luego comerás pájaros de todas clases. Y si mueres, o alguien te mata, con una llama te ofrendarán los hombres; y cuando canten y bailen, te pondrán sobre su cabeza, y allí, hermosamente, estarás.»

En seguida se encontró con un lorito; y el lorito le dijo: «Ella ya venció una gran distancia; no la encontrarás.» Cuniraya le contestó: «Tú caminarás gritando siempre demasiado; cuando digas: 'destruiré tus alimentos', los hombres, que han de odiarte, te descubrirán por los gritos y te espantarán; vivirás padeciendo.»


Y así, a cualquiera que le daba buenas noticias, Cuniraya le confería dones, y seguía caminando, y si alguien le desalentaba con malas noticias, lo maldecía, y continuaba andando. (Así, llegó hasta la orilla del mar. Apenas hubo llegado al mar, entró al agua, y la hizo hinchar, aumentar. Y de ese suceso los hombres actuales dicen que lo convirtió en castilla; «el antiguo mundo también a otro mundo va» dicen).


Y volvió hacia Pachacamac, y allí entonces, llegó hasta donde vivían dos hijas jóvenes de Pachacamac. Las jóvenes estaban guardadas por una serpiente. Poco antes de que llegara Cuniraya, la madre de las dos jóvenes fue a visitar a Cavillaca en el fondo del mar en que ella se arrojó; el nombre de esa mujer era Urpayhuachac. Cuando la mujer salió de visita, este Cuniraya Viracocha hizo dormir a la mayor de las muchachas, y como pretendió él dormir con la otra hermana, ella se convirtió en paloma y se echó a volar. Y por eso, a la madre, la llamaron: «la que pare palomas».


En aquel tiempo, dicen, no existía ni un solo pez en el mar. Unicamente la mujer a quien llamaban «la que pare palomas» criaba [peces] en un pequeño pozo que tenía en su casa. Y el tal Cuniraya, muy enojado: «¿Por qué esta mujer visita a Cavillaca en el fondo del agua?», diciendo, arrojó todas las pertenencias de Urpayhuachac al gran mar. Y sólo desde entonces, en el lago grande, se criaron y aumentaron mucho los peces. Entonces ése, al que nombraban Cuniraya, anduvo por la orilla del gran lago; y la mujer Urpayhuachac, a quien le dijeron cómo sus hijas habían dormido, enfurecida persiguió a Cuniraya. Y cuando venia persiguiéndolo y llamándolo, «¡Oh!» diciendo, se detuvo. Entonces le habló [ella]: «Unicamente voy a despiojarte.» Y empezó a despiojarlo. Y cuando ya estuvo despiojado, ella, en ese mismo sitio, hizo elevarse un gran precipicio y pensó: «Voy a hacer caer allí a Cuniraya.» Pero en su sabiduría, sospechó la intención de la mujer. «Voy a orinar un poquito, hermana» diciendo, se fue, se vino hacia estos lugares y permaneció en ellos, en sus alrededores o cercanías, mucho tiempo, haciendo caer en el engaño a los hombres y a los pueblos.


Y así, en ese tiempo, había una huaca llamada Cavillaca. Era doncella, desde siempre. Y como era hermosa, los huacas, ya uno, ya otro, todos ellos: «voy a dormir con ella», diciendo, la requerían, la deseaban. Pero ninguno consiguió lo que pretendía. Después, sin haber permitido que ningún hombre cruzara las piernas con las de ella, cierto día se puso a tejer al pie de un árbol de lúcuma. En ese momento Cuniraya, como era sabio, se convirtió en pájaro y subió al árbol. Ya en la rama tomó un fruto, le echó su germen masculino e hizo caer el fruto delante de la mujer. Ella muy contenta, tragó el germen. Y de ese modo quedó preñada, sin haber tenido contacto con ningún hombre. A los nueve meses, como cualquier mujer, ella parió así doncella. Durante un año crió dándole sus pechos a la niña.[2] «¿Hija de quién será?», se preguntaba. Y cuando la hija cumplió el año justo y ya gateaba de cuatro pies, la madre hizo llamar a los huacas de todas partes. Quería que reconocieran a su hija. Los huacas, al oír la noticia, se vistieron con sus mejores trajes. «A mí ha de quererme, a mí ha de quererme», diciendo, acudieron al llamado de Cavillaca.


La reunión se hizo en Anchicocha donde la mujer vivía. Y allí, cuando ya los huacas sagrados de todas partes estaban sentados, allí la mujer les dijo: «Ved hombres, poderosos jefes, reconoced a esta criatura. ¿Cuál de vosotros me fecundó con su germen?» Y preguntó a cada uno de ellos, a solas: «Fuiste tú? ¿Fuiste tú?», les iba diciendo. Y ninguno de ellos contestó: «Es mío.» Y entonces, como Cuniraya Viracocha, del que hemos hablado, sentado humildemente, aparecía como un hombre muy pobre, la mujer no le preguntó a él. "No puede ser hijo de un miserable», diciendo, asqueada de ese hombre harapiento, no le preguntó; porque este Cuniraya estaba rodeado de hombres hermosamente vestidos. Y como nadie afirmara: «Es mi hijo» ella le habló a la niña: «Anda tú misma y reconoce a tu padre» y a los huacas les dijo: «Si alguno de vosotros es el padre, ella misma tratará de subir a los brazos de quien sea el padre.» Entonces, la criatura empezó a caminar a cuatro pies hasta el sitio en que se encontraba el hombre haraposo. En el trayecto no pretendió subir al cuerpo de ninguno de los presentes; pero apenas llegó ante el pobre, muy contenta y al instante, se abrazó de sus piernas. Cuando la madre vio esto, se enfureció mucho: «¡Qué asco! ¿Es que yo pude parir el hijo de un hombre tan miserable?», exclamando, alzó a su hija y corrió en dirección del mar. Viendo esto: «Ahora mismo me ha de amar», dijo Cuniraya Viracocha y, vistiéndose con su traje de oro, espantó a todos los huacas; y como estaban así, tan espantados, los empezó a arrear, y dijo: «Hermana Cavillaca, mira a este lado y contémplame; ahora estoy muy hermoso.» Y haciendo relampaguear su traje, se cuadró muy enhiesto. Pero ella ni siquiera volvió los ojos hacia el sitio en que estaba Cuniraya; siguió huyendo hacia el mar. «Por haber parido el hijo inmundo de un hombre despreciable, voy a desaparecer», dijo, y diciendo, se arrojó al agua. Y allí hasta ahora, en ese profundo mar de Pachacamac se ven muy claro dos piedras en forma de gente que allí viven. Apenas cayeron al agua, ambas [madre e hija] se convirtieron en piedra.


Entonces, este Cuniraya Viracocha: «Mi hermana ha de verme, ha de aparecer» diciendo, llamándola y clamando, se alejó del sitio [Anchicocha]. Y se encontró con un cóndor antiguo. Le preguntó al cóndor: «Hermano: ¿dónde te encontraste con ella, con esa mujer?». «Muy cerca de aquí», le contestó el cóndor, «has de encontrarla». Y Cuniraya le dijo: «Tendrás larga vida. Cuando mueran los animales salvajes, ya sea huanaco o vicuña, o cualquier otro animal, tú comerás su carne. Y si alguien te matara, ése, quien sea, también morirá.» Así le dijo.



[1] Tierras yuncas o gente venida de la zona yunca.

[2] El sexo del hijo no aparece claramente determinado, unas líneas más adelante se dice que la convocatoria se hizo cuando «chay huarma», «ese niño», ya tenía un año y podía caminar gateando. El sustantivo huarma, como huahua, no señala el sexo.


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Bibliografía complementaria


Recomendamos consultar las siguientes publicaciones a quienes deseen más información sobre los textos que revisamos en esta primera fecha del taller:


- Ritos y tradiciones de Huarochirí manuscrito quechua de comienzos del siglo XVII. Versión paleográfica, interpretación fonológica y traducción al castellano, Gerald Taylor ; Estudio biográfico sobre Francisco de Avila / de Antonio Acosta. Instituto de Estudios Peruanos, Instituto Francés de Estudios Andinos, Lima, 1987.


Existe una versión (bilingüe) más reciente de la traducción de Taylor, publicada en el 2008 por el IEP y el IFEA. La edición de 1987 se encuentra agotada, pero puede ser consultada en la Bilbioteca Nacional.