miércoles, 9 de marzo de 2011

Séptima fecha (08/03/2011)


Llegamos a la séptima fecha del taller con la idea de ampliar nuestra mirada hacia la obra de José María Arguedas. Si bien empezamos nuestras actividades leyendo fragmentos del extenso corpus de textos escritos, recopilados o traducidos por el amauta, ahora nos aventuramos hacia otros campos del pensamiento arguediano. Con ese espíritu es que decidimos abordar en esta oportunidad algunas variantes del cuento del Hijo del Oso, un personaje que aparece como protagonista de un gran número de relatos de la tradición oral quechua. Podemos encontrar un interesante artículo (en quechua) así como un ensayo (en español) sobre el Ukuku en el blog de Runasiminet, un portal universitario (PUCP) donde se pueden seguir lecciones de quechua en línea.

Antes de empezar la lectura de los cuentos, hacía falta realizar un par de aclaraciones respecto a los textos. La primera es que contábamos con la traducción al castellano de relatos recogidos en quechua, y la segunda es que los textos fueron recopilados en su forma oral. Por lo tanto, debemos tener en cuenta que estas narraciones que llegan a nuestras manos ya han pasado por lo menos ante dos procesos de interpretación: uno de transcripción y otro de traducción. Con esto en mente, leímos los cuentos prestando atención a aquellos rasgos de oralidad que se lograron conservar en el texto escrito.

A continuación copiamos la traducción en castellano de los tres cuentos. Las referencias bibliográficas se encuentran al final. También se puede acceder a la edición bilingüe (transcripción quechua y traducción castellana) mediante los siguientes enlaces:

Sipasmantawan ukukumantawan (El oso y la chica)
Ukuku uñamanta (El hijo del oso)
Jwan Puma (Juan Oso)

***

El oso y la chica[i]


Toribio Quispe Puma, comunidad de Sequeraccay (Calca, Cuzco)


Una vez estaba una chiquilla pastando ovejas en el campo. Por allí pasó un oso que se le acercó y empezó a conversar. Cada día se acostumbró a pasar y todas las veces le hablaba convenciéndola, seduciéndola.

El oso señalaba hacia donde vivía:

-Allá es mi casa -decía- Vamos a mi casa. ¿Acaso vas a ir caminado? Te voy a cargar. En mi casa vas a comer ¡pura carne! ya no vas a caminar pastando ovejas.

Tanto habló que logró engañarla y finalmente la muchacha le creyó. Entonces, la joven, convencida, se dejó cargar y el oso la trasladó hasta el barranco donde habitaba.

Ahí la fue criando. Cada día trajo carne. ¡Únicamente carne! ¡Mucha carne! La chica sólo comía carne de res.

Llegó un momento en que ella quedó embarazada y al tiempo tuvo un hijo. Y fue varón, el osito.

El padre continuó saliendo todos los días y trayendo carne. Contento, observando al niño, comentaba:

-Ya está creciendo el pequeño. Está creciendo rápidamente porque sólo come carne.

Pasó el tiempo. Una vez quedaron solos la madre y el osito por un largo rato, así que se pusieron a conversar:

-Tú tienes tu abuelito –contaba la mamá-. Vive por allá. Yo soy de allá -y señalaba a lo lejos-. ¿No quisieras conocerlo? ¿Cuándo podríamos visitarlo?

El niño oso se entusiasmó, pero cómo descender desde la altura en que vivían.

-Seguro no podríamos -reconoció triste la mamá.

Entonces el osito hizo la prueba de bajar y pudo hacerlo. Descendió con dificultad, pero lo logró. A partir de ese momento se puso a practicar. Todos los días mientras el padre se iba de cacería, el pequeño oso bajaba y subía varias veces por el barranco desarrollando cada vez mayor destreza.

En cuanto llegaba el papá con la carne, disimulaba. Todos comían y se iban a descansar.

Una vez, el oso fue a traer carne pero desde lejos. Partió para un viaje bien largo. Aprovechando la circunstancia, el osito dijo a su madre:

-¿No podríamos ir a visitar a mi abuelito?

-¡Sí! ¡Cómo me gustaría! -se alegró ella, pero de inmediato sobresaltándose-¿Y como bajaría el barranco?

-No hay problema, mamá. Como yo ya sé subir y bajar, yo te bajaré cargando.

-¡Cómo me vas a cargar! Tú eres un niño. Capaz me sueltas. ¡De repente nos caemos! -agregó ella intranquila.

-No nos vamos a caer -aseguró el chiquito-. Tú sube nomás a mi espalda. No tengas miedo.

Entonces, la mujer trepó a la espalda de su hijo. El chico descendió felizmente sin tropiezos. Al pisar nuevamente el camino, la madre apuró feliz al chiquillo:

-¡Ahora si! ¡Vamos donde tu abuelito!

Se echaron a andar presurosos y cuando ya habían recorrido una buena parte, la mujer empezó a angustiarse:

-De repente tu papá nos alcanza y nos mata!

-No nos va a hacer nada mi papá. Yo me encargo de él -prometió el hijo-. Y si es necesario ¡lo mato!

Y siguieron caminando. Pero la muchacha siempre mirando hacia atrás, esperando temerosa ver al oso.

-Tu padre es muy veloz corriendo, si nos persigue, seguro nos atrapa.

-No te preocupes. ¡Pelearé con el! -la calmó el osito-. Si en la pelea yo muero se levantará una polvareda negra; y si muere él, una polvareda roja.

Justamente en ese instante el oso había retornado a su cueva y encontrándola vacía se arrojó veloz por el mismo camino que ellos habían tomado. Corría y corría para darles alcance. Madre e hijo ya habían avanzado mucho, cada vez se acercaban más a la casa del abuelo. Cuando en eso, voltea ella a mirar y lo descubre desesperada:

-¡Allá viene! ¡Seguramente nos va a matar!

-¡No nos va a hacer nada! Ya te he dicho -insistió el chiquito- Yo lo esperaré aquí y tú ve a mirarnos de aquel cerro- le pidió.

Entonces se encontraron padre el hijo y pelaron. Largo rato se trenzaron en dura lucha, alborotando la tarde, hasta que todo quedó en silencio. En medio del camino, la madre vio levantarse una polvareda negra.

-¡Aaay! ¡Aaay! ¡Ha matado a mi hijo! -se desbordó en llanto-. ¡En vez de él, me hubiera matado a mí! ¡Aaay! –continuó su lamento.

Sin embargo, el chico estaba vivo, había vencido.

Acercándose a su madre, la consoló devolviéndole la alegría.

Y partieron. Cuando llegaron, el abuelo lloro de pena reconociendo a su hija:

-¿Dónde has estado? ¿Dónde? ¡Hasta tienes un hijo!

Pero como el viejo la quería, la recibió y de esta manera se enteró de todo lo sucedido. Y se quedaron a vivir con él. Pasó el tiempo. El pequeño iba creciendo, creciendo hasta que se hizo un chiquillo. El abuelo se preguntaba:

-¿Qué va a ser de este niño? ¡Y todavía es varón! No se puede quedar así nomás, hay que hacerlo estudiar.

Entonces, lo inscribieron en la escuela y allí estuvo el osito. Pero inmediatamente empezaron las dificultades porque era demasiado fuerte para el resto de niños. Cuando jugaba con sus compañeros era tosco, sin querer los maltrataba. De un solo golpe por poco los mataba.

Los vecinos, los padres de los alumnos, se quejaban ante el abuelo y su hija. ¡Cuantos problemas tuvieron que afrontar! De modo que lo sacaron de la escuela y prefirieron mandarlo a pastar ganado lejos de los otros chicos.

Sin embargo, continuaron sus penurias porque para arrear a los animales les tiraba piedras, como cualquier otro pastor, pero lo hacía con tal fuerza que mataba ovejas, hasta a las vacas les hizo lo mismo.

La madre y el abuelo se encolerizaron:

-¿Qué haremos con este muchacho? ¿En qué otros líos nos va a meter?

-¿Cómo vamos a seguir así? Sólo daños sabe hacer. ¡Mejor lo mataremos!

Entonces le pidieron que tocara la campana y para eso tuvo que subir a la torre de la iglesia. Lo mandaron acompañado de un hombre. En eso que estaba tocando, el otro se acercó por detrás y lo empujó. Pero el muchacho logró sujetarse, se cogió fuertemente y no cayó. Más bien el que lo había empujado, con el impulso perdió el equilibrio y cayendo desde la altura, se mató.

Nuevamente la madre se angustió:

-¿Qué haremos con este chico si ni siquiera en la torre ha muerto? Mejor lo mandaremos por leña a la montaña, a ver si allí se lo come algún animal.

Y lo despidieron. Partió a la selva acompañado de un burro. Llegando, amarró a la bestia y se puso de inmediato a cortar leña. Mientras trabajaba, el jaguar y el tigre se comieron al burrito, de modo que al regresar ya no lo encontró. Viendo al jaguar y al tigre los amenazó:

-¡Carajo! ¿Cómo se han atrevido a comer mi burro? –y atrapándolos, los había domesticado.

Al amansarlos pudo cargar la leña sobre ellos y los arreó de regreso a casa. Allí explicó a su madre:

-Mamá, estos devoraron mi burro, por eso en ellos te estoy trayendo la leña.

La mujer no supo qué hacer; Buscó al abuelo y ambos comentaban:

-¡Ni siquiera en la selva han podido con él los animales!

-¿Qué haremos ahora si vuelve a hacer daños?

-¿Cómo vamos a matarlo?

Justo estaban en estas conversaciones, cuando un hombre que pasaba por el pueblo trajo noticias estremecedoras: En otra comunidad había aparecido un “condenado”; uno de esos espíritus pecadores que Dios hace regresar en cuerpo y alma para que pida perdón y alguien le haga pagar por sus pecados. El condenado se estaba comiendo a la gente. Nadie podía detenerlo. Todo el mundo tenía miedo. Estaban aterrados.

Entonces el joven oso pensó:

-Yo voy a ir a ese sitio. Yo voy a matar al condenado.

De inmediato emprendió el viaje. Preguntando, preguntando llegó al lugar.

-¿Dónde se esconde ese condenado que esta comiéndose a la gente? -averiguó.

Y le señalaron atemorizados: “En aquel pueblo”.

Se dirigió hacia allá, pero todo se veía desierto, abandonado. Buscó de casa en casa, hasta que efectivamente se topó con un condenado. Lo encontró tomando su “lawa”, una sopa bien espesa. Al verlo entrar, el condenado resopló:

-¿A qué has venido? ¡Ahorita te voy a comer! -y diciendo esto se abalanzó sobre el muchacho. Se dieron duro. Al final, con las justas, el joven llegó a vencerlo y lo mató.

En ese momento, el espíritu del condenado se convirtió en una paloma blanca que se alejó volando.

Entonces, el mozo comenzó a llamar a los del pueblo:

-¡Vengan! ¡No tengan miedo! ¡He matado a1 condenado que se los comía!

Se fueron acercando uno a uno, todavía un poco temerosos. Cuando estuvieron todos reunidos, la gente lo abrazó feliz, agradeciéndole. Y se quedó a vivir allí.

El hacendado del pueblo tenía una hija muy bonita y llegó a casarse con ella. Y así vivió como un rey que ordenaba todo.


***


El hijo del oso[ii]


Santos Pacco Ccama, comunidad de Usi (Quispicanqui, Cuzco)


Dicen que un oso se llevó a una chica a su gruta. Ella vivió allí mucho tiempo encerrada hasta que tuvo un hijo oso. Pasó así mucho, mucho tiempo. El hijo ya era fuerte y grandecito cuando, un día, le preguntó a su madre:

-Mamá, ¿dónde está tu casa? ¡Vayámonos de aquí!

Entonces la mujer le señaló al oso el cerro de enfrente y le dijo:

-Trae aquella vaca, la vamos a comer.

El oso se fue. La mujer esperó un momento a que se alejara y se escaparon. La gruta estaba cerrada con una roca grande pero el osito la abrió de un empujón.

Ya debían estar lejos cuando el oso grande los alcanzó. Le propusieron que fuera con ellos a vivir al pueblo.

Hicieron un puente arrancando gruesas ramas de los árboles y cruzaron el río.

Primero lo dejaron pasar al padre oso. El hijo venía detrás. Entonces, cuando llegó a la mitad del río, agarró a su padre y lo empujó al agua. El río se lo llevó.

El hijo y su madre llegaron solos al pueblo de éste. Ella lo llevó a su casa. Pero el niño crecía mucho. El chiquillo crecía y crecía rápido. El cura se había hecho su padrino. Apenas bautizado lo puso en la escuela.

Pero el niño mató a varios muchachos jugando canicas. Entonces la madre lo entregó a su compadre el cura quien, en adelante, se hizo cargo del niño.

Un día el cura les dijo a unos hombres:

-Cuando vaya a tocar las campanas, ustedes lo empujarán.

Y le ordenó al muchacho que subiera a la torre a tocar las

campanas.

Pero en el momento en que los hombres iban a empujarla, el hijo del

oso los agarró y los echó abajo como si fueran sapos. Luego le dijo al cura:

-No sé pues, padre, sentí como moscas que me estaban fastidiando, entonces los boté uno tras otro.

Esos hombres murieron al instante. Es que el hijo del oso era muy fuerte.

Después de eso, el cura buscó otra solución. Juntó algunas mulas viejas y le dijo al osito:

-Anda a recoger leña a la montaña.

El hijo del oso pidió que le preparara un fiambre. El cura se lo hizo y ordenó que les pusieran campanillas a las mulas. Pero le trajo mulas y caballos viejos e inútiles.

Tenía la esperanza de que algún animal lo devorara en la montaña.

El hijo del oso se fue pero las mulas desfallecieron en el camino. Entonces el hijo del oso las cargó hasta la montaña. Allí las soltó y mientras pacían fue a recoger leña.

Cuando terminó y fue a juntar las mulas, ya no quedaba ninguna. Las fieras las habían devorado a todas. Entonces fue a juntar a los osos, a los tigres y a las otras fieras, cargó la leña encima de ellos, les colgó las campanillas y ¡zas! los llevó ante el cura.

-¿Por qué has hecho esto? -le preguntó el cura.

-Padre, se habían comido nuestras mulas. -contestó inocentemente el hijo del oso.

-Apúrate, Ilévalas enseguida adonde las has encontrado. -le ordenó el cura.

Entonces el hijo del oso las llevó a la entrada del pueblo y las echó

de ahí a latigazos.

El hijo del oso seguía viviendo ahí. Un día, el cura se enteró de que en otro pueblo un condenado estaba devorando a la gente y estaba a punto de acabar con todos sus habitantes. Entonces le ordenó al hijo del oso que fuera a ese pueblo. Éste le pidió:

-Padre, mándame hacer un muñeco de madera.

El cura se lo mandó hacer y le dio un hombre como ayudante. Le preparó su fiambre y el hijo del oso se fue a ese pueblo. Y en efecto, un condenado había acabado con todo el pueblo y había devorado a toda la gente. El hijo del oso llegó, tocó una puerta y nada, otra puerta y nada.

Tocó otra puerto todavía y ahí encontró a una señorita, la única persona que quedaba en el pueblo. Esa señorita lo hizo entrar. Le habrá preparado de comer, no sé.

Más tarde, al anochecer, el osito fue a la iglesia a tocar las campanas. En eso el condenado lo atacó. Pelearon duro. Por momentos el condenado estaba por ganar pero luego el hijo del oso lo hacía retroceder al condenado. Mientras el hijo del oso descansaba, peleaba el muñeco de madera. Después de un breve descanso, el osito volvía a la pelea.

Cuando por fin el gallo cantó, el condenado dijo:

-Tú vas a ser mi salvador, me vas a matar, por lo tanto te entrego estas llaves.

Y se las dejó al hijo del oso. Al rayar el alba éste mató al condenado. Luego lo habrá enterrado, no sé. Regresó al pueblo de su madre y los llevó a ella y al cura a su nuevo pueblo donde se quedaron a vivir. Ahí termina el cuento.


***


Juan Oso[iii]


(?) Patricio Góñaz Mas, Quinjalca. (Chachapoyas, Amazonas)


Voy a contarles un cuento sobre algo que pasó en los tiempos antiguos. En esta vida no podemos decir si se trata de algo cierto o no. Pero les voy a contar el cuento.

Dicen que, en los tiempos antiguos, un oso vivía con una cristiana, con una mujer.

Mientras andaba viviendo así, sucedió que la mujer quedó embarazada. Al nacer su hijo, dicen que el oso se arrepintió. Se preguntó cómo él, siendo animal, podría criarlo. Pero, como era valiente y orgulloso, reconoció a su hijo.

Su hijito andaba creciendo y por ser animal del monte, era atrevido e incorrompido, según dicen. No hacía caso ni a su madre ni a su padre. Al castigarlo su padre dos veces, le obedeció. Pero, cuando estuvo un poco más grande, se colgó al cuello de su padre. Se empujaron el uno contra el otro. Después de eso, su padre lo dejó en libertad.

Y el muchacho era tan atrevido que, según dicen , se metía en todas partes, en todas partes. Mataba de un solo golpe a quien lo fastidiaba. Era tan terrible que las autoridades le prohibieron comportarse de esa manera. Y mató al gobernador diciéndole:

“¿Por qué te metes?”.

Así lo dejaron tranquilo.

Y el muchacho tenía la maña de subirse a la torre de la iglesia para tocar las campanas. Tenía este defecto de ir a jugar allí. Era tan liso que amedrentó a las autoridades que decían:

“No podemos impedirle que haga eso. Lo mejor es asustarlo. Vamos a poner a un hombre en la entrada de la escalera que sube a la torre, un hombre amortajado como un cadáver.

“¡Es la única manera de asustarlo!”

En efecto, el muchacho volvió a ir a la torre para jugar en el campanario. De repente, ¡paj! lo encontró. En la escalera de la torre yacía un hombre. El cadáver de un hombre amortajado yacía allí.

Llegó, se detuvo, le dijo: “¡Quítate para que pase!”.

El otro, que yacía como un muerto, no le contestó. Cuando le dijo: “¡Quítate para que pase”, todo permaneció en silencio.

Lo hizo rodar hacia un lado, hacia abajo, y luego subió al campanario. El hombre se quedó tirado allí. El muchacho tocó la campana hasta hartarse.

Desde arriba, el oso tuvo ganas de orinar. Entonces, dijo: “¡A ver, si está vivo o muerto!”. Y cuando le orinó... y cuando le orinó en la cabeza, el otro se incomodó. ¡Wiss! se movió.

Cuando el cadáver se movió a fin de evitar la orina del oso, éste se puso alerta: “Ah, te veo; ¡parece que no estás muerto!”, le dijo. Llegando al lado del cadáver, le dijo: “¿Estás vivo o muerto?”.

Dicen que ¡wiss! se movió.

“Ah, entonces, ¡no estás muerto!”, le dijo, y ¡chang! le dio un golpe y también a éste lo mató.

Y al seguir comportándose de esa manera, se topó con su padre en una ocasión en que éste había regresado a casa de su madre. Entonces, le dijo a su padre: “Ahora, ¡o tú o yo vamos a morir!”.

Su padre, como era un oso astuto, a fin de dominarlo, hizo rodar una piedra enorme hacia el interior de la cueva y, así, la tapó. Y el muchachito agarró sin esfuerzo la piedra y ¡kwip! la tiró contra su padre y lo mató. Y él mismo siguió con vida.

Siguió siendo tan valiente y orgulloso y de un comportamiento tan lisito. Por eso, las autoridades lo enviaron como mensajero a una pascana. Mientras dormía, oyó una voz que decía: “Caeré”. Como la voz seguía repitiendo: “Caeré caeré”, al oso le dio rabia.

“¿Quién eres”, dijo. No contestó nada.

Mientras que la voz que le perseguía diciendo: “Caeré, caeré” se aproximaba, al final, el oso le dijo: “¡Cállate de una vez!”. ¡Shalalal! cayeron al suelo una gran cantidad de huesos.

Acordándose de la rabia que la voz le había causado, se puso a golpear todos los huesos que habían caído.

Cuando acabó de reducirlos a polvo, se transformaron en un cuerpo humano enterito. Entonces, sacando una barra de hierro, con ella quebró el cuerpo y lo tiró.

Entonces, salió una palomita y el cuerpo humano se fue al cielo.

Así, se salvó de ese mal paso. Ya no mató al hombre. Se cuenta que al morir no siguieron en ese sitio.

***


[i] Granadino, Cecilia. Cuentos de nuestros abuelos quechuas. Recuperando la tradición oral. WASAPAY, Lima 1993.

[ii] Itier, César. Karu ñankunapi. 40 cuentos en quechua y castellano de la Comunidad de Usi (Quispicanqui- Cuzco). CBC, IFEA Cuzco 2004.

[iii] Taylor, Gerald. La tradición oral quechua de Chachapoyas. IFEA, Lima 1996.

Sexta fecha (22/02/2011)

El texto que elegimos para la sexta edicion de nuestro taller fue el cuento Warma kuyay de José María Arguedas. Esta narración fue publicada en el año 1935 junto a otros dos relatos (Agua y Los escoleros) como parte del libro titulado Agua. Tal como lo consigna Alberto Escobar (Arguedas o la utopía de la lengua, IEP, Lima, 1984), existe una variante anterior del cuento, publicada por la revista Signo en 1933. El título de esta variante es Wambra kuyay, y difiere del texto publicado dos años después tanto en el nombre -que utiliza una variante quechua sinónima de la forma "warma"- como en el final de la narración. Esta primera versión acaba de la siguiente manera: "... y una ternura sin igual, pura y dulce como la luz de esa quebrada madre alumbró mi vida."

Como podremos observar en el texto publicado posteriormente (en 1935), la adición de los párrafos finales constituye un cambio de suma importancia en la ubicación temporal y espacial del relato, situando al protagonista y narrador en la costa, lejos de la hacienda, y resaltando su condición de desarraigo.

A continuación reproducimos el texto tal como aparece en la colección de relatos publicada como Agua en 1935. También se puede escuchar el cuento narrado en la voz del propio José María Arguedas descargando este archivo en formato mp3.


WARMA KUYAY

(Amor de niño)


José María Arguedas

Noche de luna en la quebrada de Viseca.

Pobre palomita por dónde has venido,

buscando la arena por Dios, por los suelos.

—¡Justina! ¡Ay, Justinita!

En un terso lago canta la gaviota,

memorias me deja de gratos recuerdos.

—¡Justinay, te pareces a las torcazas de Sausiyok’!

—¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas!

—¿Y el Kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara de sapo te gusta!

—¡Déjame, niño Ernesto! Feo, pero soy buen laceador de vaquillas y hago temblar a los novillos de cada zurriago. Por eso Justina me quiere.

La cholita se rió, mirando al Kutu; sus ojos chispeaban como dos luceros.

—¡Ay, Justinacha!

—¡Sonso, niño, sonso! —habló Gregoria, la cocinera.

Celedonia, Pedrucha, Manuela, Anitacha... soltaron la risa; gritaron a carcajadas.

—¡Sonso, niño!

Se agarraron de las manos y empezaron a bailar en ronda, con la musiquita de Julio, el charanguero. Se volteaban a ratos, para mirarme, y reían. Yo me quedé fuera del círculo, avergonzado, vencido para siempre.

Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo de la pared parecía moverse, como las nubes que correteaban en las laderas del Chawala. Los eucaliptos de la huerta sonaban con ruido largo e intenso; sus sombras se tendían hasta el otro lado del río. Llegué al pie del molino, subí a la pared más alta y miré desde allí la cabeza del Chawala: el cerro, medio negro, recto, amenazaba caerse sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo por las noches; los indios nunca lo miraban a esas horas y en las noches claras conversaban siempre dando las espaldas al cerro.

-¡Si te cayeras de pecho, tayta Chawala, nos moriríamos todos!

En medio del witron (1)*, Justina empezó otro canto:

Flor de mayo, flor de mayo,

flor de mayo primavera,

por qué no te libertaste

de esa tu falsa prisionera.

Los cholos se habían parado en círculo y Justina cantaba al medio. En el patio inmenso, inmóviles sobre el empedrado, los indios se veían como estacas de tender cueros.

—Ese puntito negro que está al medio es Justina. Y yo la quiero, mi corazón tiembla cuando ella se ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué pues me muero por ese puntito negro?

Los indios volvieron a zapatear en ronda. El charanguero daba vueltas alrededor del círculo, dando ánimos, gritando como potro enamorado. Una paca-paca empezó a silbar desde un sauce que cabeceaba a la orilla del río; la voz del pájaro maldecido daba miedo. El charanguero corrió hasta el cerco del patio y lanzó pedradas al sauce; todos los cholos le siguieron. Al poco rato el pájaro voló y fue a posarse sobre los duraznales de la huerta; los cholos iban a perseguirle, pero don Froylán apareció en la puerta del witron.

—¡Largo! ¡A dormir!

Los cholos se fueron en tropa hacia la tranca del corral; el Kutu se quedó solo en el patio.

—¡A ése le quiere!

Los indios de don Froylán se perdieron en la puerta del caserío de la hacienda, y don Froylán entró al patio tras ellos.

—¡Niño Ernesto! —llamó el Kutu.

Me bajé al suelo de un salto y corrí hacia él.

—Vamos, niño.

Subimos al callejón por el lavadero de metal que iba desmoronándose en un ángulo del witron; sobre el lavadero había un tubo inmenso de fierro y varias ruedas enmohecidas, que fueron de las minas del padre de don Froylán.

Kutu no habló nada hasta llegar a la casa de arriba.

La hacienda era de don Froylán y de mi tío; tenia dos casas. Kutu y yo estábamos solos en el caserío de arriba; mi tío y el resto de la gente fueron al escarbe de papas y dormían en la chacra, a dos leguas de la hacienda.

Subimos las gradas, sin mirarnos siquiera; entramos al corredor, y tendimos allí nuestras camas para dormir alumbrados por la luna. El Kutu se echó callado; estaba triste y molesto. Yo me senté al lado del cholo.

—¡Kutu! ¿Te ha despachado Justina?

—¡Don Froylán la ha abusado, niño Ernesto!

—¡Mentira, Kutu, mentira!

—¡Ayer no más la ha forzado; en la toma de agua, cuando fue a bañarse con los niños!

—¡Mentira, Kutullay, mentira!

Me abracé al cuello del cholo. Sentí miedo; mi corazón parecía rajarse, me golpeaba. Empecé a llorar, como si hubiera estado solo, abandonado en esa gran quebrada oscura.

—¡Déjate, niño! Yo, pues, soy “endio”, no puedo con el patrón. Otra vez, cuando seas “abugau”, vas a fregar a don Froylán.

Me levantó como a un becerro tierno y me echó sobre mi catre.

—¡Duérmete, niño! Ahora le voy a hablar a Justina para que te quiera. Te vas a dormir otro día con ella ¿quieres, niño? ¿Acaso? Justina tiene corazón para ti, pero eres muchacho todavía, tiene miedo porque eres niño.

Me arrodillé sobre la cama, miré al Chawala que parecía terrible y fúnebre en el silencio de la noche.

—¡Kutu, cuando sea grande voy a matar a don Froylán!

—¡Eso sí, niño Ernesto! ¡Eso sí! ¡Mak’tasu!

La voz gruesa del cholo sonó en el corredor como el maullido del león que entra en el caserío en busca de chanchos. Kutu se paró; estaba alegre, como si hubiera tumbado al puma ladrón.

—Mañana llega el patrón. Mejor esta noche vamos a Justina. El patrón seguro te hace dormir en su cuarto. Que se entre la luna para ir.

Su alegría me dio rabia.

—¿Y por qué no matas a don Froylán? Mátale con tu honda, Kutu, desde el frente del río, como si fuera puma ladrón.

—¡Sus hijitos, niño! ¡Son nueve! Pero cuado seas “abugau” ya estarán grandes.

—¡Mentira, Kutu, mentira! ¡Tienes miedo, como mujer!

—No sabes nada, niño. ¿Acaso no he visto? Tienes pena de los becerritos, pero a los hombres no los quieres.

—¡Don Froylán! ¡Es malo! Los que tienen haciendas son malos; hacen llorar a los indios como tú; se llevan las vaquitas de los otros, o las matan de hambre en su corral. ¡Kutu, don Froylán es peor que toro bravo! Mátale no más, Kutucha, aunque sea con galga, en el barranco de Capitana.

—¡”Endio” no puede, niño! ¡”Endio” no puede!

¡Era cobarde! Tumbaba a los padrillos cerriles, hacía temblar a los potros, rajaba a látigos el lomo de los aradores, hondeaba desde lejos a las vaquitas de los otros cholos cuando entraban a los potreros de mi tío, pero era cobarde. ¡Indio perdido!

Le miré de cerca: su nariz aplastada, sus ojos casi oblicuos, sus labios delgados, ennegrecidos por la coca. ¡A éste le quiere! Y ella era bonita: su cara rosada estaba siempre limpia, sus ojos negros quemaban; no era como las otras cholas, sus pestañas eran largas, su boca llamaba al amor y no me dejaba dormir. A los catorce años yo la quería; sus pechitos parecían limones grandes, y me desesperaban. Pero ella era de Kutu, desde tiempo; de este cholo con cara de sapo. Pensaba en eso y mi pena se parecía mucho a la muerte. ¿Y ahora? Don Froylán la había forzado.

—¡Mentira, Kutu! ¡Ella misma, seguro, ella misma!

Un chorro de lágrimas saltó de mis ojos. Otra vez el corazón me sacudía, como si tuviera más fuerza que todo mi cuerpo.

—¡Kutu! Mejor la mataremos los dos a ella ¿quieres?

El indio se asustó. Me agarró la frente: estaba húmeda de sudor.

—¡Verdad! Así quieren los mistis.

—¡Llévame donde Justina, Kutu! Eres mujer, no sirves para ella. ¡Déjala!

—Cómo no, niño, para ti voy a dejar, para ti solito. Mira, en Wayrala se está apagando la luna.

Los cerros ennegrecieron rápidamente, las estrellitas saltaron de todas partes del cielo; el viento silbaba en la oscuridad, golpeándose sobre los duraznales y eucaliptos de la huerta; más abajo, en el fondo de la quebrada, el río grande cantaba con su voz áspera.

Despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos, chiquitos, cobardes, me hacían temblar de rabia.

—¡Indio, muérete mejor, o lárgate a Nazca! ¡Allí te acabará la terciana, te enterrarán como a perro! —le decía.

Pero el novillero se agachaba no más, humilde, y se iba al witrón, a los alfalfares, a la huerta de los becerros, y se vengaba en el cuerpo de los animales de don Froylán. Al principio yo le acompañaba. En las noches entrábamos, ocultándonos, al corral; escogíamos los becerros más finos, los más delicados; Kutu se escupía en las manos, empuñaba duro el zurriago, y les rajaba el lomo a los torillitos. Uno, dos, tres... cien zurriagazos; las crías se torcían en el suelo, se tumbaban de espaldas, lloraban; Y el indio seguía, encorvado, feroz. ¿Y yo? Me sentaba en un rincón y gozaba. Yo gozaba.

—¡De don Froylán es, no importa! ¡Es de mi enemigo!

Hablaba en voz alta para engañarme, para tapar el dolor que encogía mis labios e inundaba mi corazón.

Pero ya en la cama, a solas, una pena negra, invencible, se apoderaba de mi alma y lloraba dos, tres horas. Hasta que una noche mi corazón se hizo grande, se hinchó. El llorar no bastaba; me vencían la desesperación y el arrepentimiento. Salté de la cama, descalzo, corrí hasta la puerta; despacito abrí el cerrojo y pasé al corredor. La luna ya había salido; su luz blanca bañaba la quebrada; los árboles, rectos, silenciosos, estiraban sus brazos al cielo. De dos saltos bajé al corredor y atravesé corriendo el callejón empedrado, salté la pared del corral y llegué junto a los becerritos. Ahí estaba Zarinacha, la víctima de esa noche; echadita sobre la bosta seca, con el hocico en el suelo; parecía desmayada. Me abracé a su cuello; la besé mil veces en su boca con olor a leche fresca, en sus ojos negros y grandes.

—¡Niñacha, perdóname! ¡Perdóname, mamaya!

Junté mis manos y, de rodillas me humillé ante ella.

—Ese perdido ha sido, hermanita, yo no. ¡Ese Kutu canalla, indio perro!

La sal de las lágrimas siguió amargándome por largo rato. Zarinacha me miraba seria, con su mirada humilde, dulce.

—¡Yo te quiero, niñacha, yo te quiero!

Y una ternura sin igual, pura, dulce, como la luz en esa quebrada madre, alumbró mi vida.

***

A la mañana siguiente encontré al indio en el alfalfar de Capitana. El cielo estaba limpio y alegre, los campos verdes, llenos de frescura. El Kutu ya se iba, tempranito, a buscar “daños” en los potreros de mi tío, para ensañarse contra ellos.

—Kutu, vete de aquí —le dije—. En Viseca ya no sirves. ¡Los comuneros ríen de ti, porque eres maula!

Sus ojos opacos me miraron con cierto miedo.

—¡Asesino también eres, Kutu! Un becerrito es como criatura. ¡Ya en Viseca no sirves, indio!

—¿Yo no más, acaso? Tú también. Pero mírale al tayta Chawala: diez días más atrás me voy a ir.

Resentido, penoso como nunca, se largó a galope en el bayo de mi tío.

Dos semanas después, Kutu pidió licencia y se fue. Mi tía lloró por él, como si hubiera perdido a su hijo.

Kutu tenía sangre de mujer: le temblaba a don Froylán, casi a todos los hombres les temía. Le quitaron su mujer y se fue a ocultar después en los pueblos del interior, mezclándose con las comunidades de Sondondo, Chacralla... ¡Era cobarde!

Yo, solo, me quedé junto a don Froylán, pero cerca de Justina, de mi Justinacha ingrata. Y no fui desgraciado. A la orilla de ese río espumoso, oyendo el canto de las torcazas y de las tuyas, yo vivía sin esperanzas; pero ella estaba bajo el mismo cielo que yo, en esa misma quebrada que fue mi nido. Contemplando sus ojos negros, oyendo su risa, mirándola desde lejitos, era casi feliz, porque mi amor por Justina fue un “warma kuyay" y no creía tener derecho todavía sobre ella; sabía que tendría que ser de otro, de un hombre grande, que manejara ya zurriago, que echara ajos roncos y peleara a látigos en los carnavales. Y como amaba a los animales, las fiestas indias, las cosechas, las siembras con música y jarawi, viví alegre en esa quebrada verde y llena de calor amoroso de sol. Hasta que un día me arrancaron de mi querencia, para traerme a este bullicio, donde gentes que no quiero, que no comprendo.

***

El Kutu en un extremo y yo en otro. Él quizá habrá olvidado: está en su elemento; en un pueblecito tranquilo, aunque maula, será el mejor novillero, el mejor amansador de potrancas, y le respetarán los comuneros. Mientras yo, aquí, vivo amargado y pálido, como un animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los arenales candentes y extraños.

FIN

(1) Patio grande (WK, 1933). El witron estaba recubierto de lajas y era destinado originalmente al acopio de material para extraer metales. Esta palabra deriva, sin duda, de la española buitrón.